Hoy parece cierta la frase “El coronavirus llegó para quedarse”, dicha por epidemiólogos, meses atrás; si fuera efectivamente así, el horizonte nuestro podría llenarse de más sombras. Basta observar los tres picos de las dos o tres olas en el gráfico de la Universidad Johns Hopkins sobre Perú, para constatar nuestra dramática situación: al fin del primer año y a comienzos del segundo, el tercer pico es más alto que el segundo y el tercero. Aunque no lo queramos, somos prisioneros de la metáfora de las olas que vienen y se van, no dejan de venir ni de irse, aunque nuestras olas del virus no llegan a donde deben y regresan antes de tiempo. No nos sirve de consuelo el verso de un clásico valse: “tú representas las olas/ y yo la orilla del mar/ vienes a mí, me acaricias/ me besas, luego te vas”. Si con las olas de la pandemia, se tratase solo de un beso que viene y se va, no viviríamos en la incertidumbre permanente con los encierros periódicos, o de largo plazo y el miedo.

En los países del norte (Estados Unidos, Canadá y Europa), las vacunas lentas o rápidas pero seguras harán que las líneas de contagiados y fallecidos bajen y se acerquen a cero; en Perú habrá que esperar más, por eso de llegar tarde a la venta de vacunas y por las múltiples deficiencias del sistema de salud. Por incompetencia del Estado, sus gobiernos, el ministerio de salud, y la irresponsabilidad de mucha gente, la última cifra oficial de fallecidos supera los cincuenta mil mientras que el Sinadef informa que son ya más de ciento veinte mil.

En este artículo, ofreceré una primera aproximación al olvido oficial y no oficial de las emociones y sentimientos de peruanas y peruanos.

Uno. Perú: país desigualmente golpeado, con un pozo de dolor sin fondo a cuestas

En tiempos de la peor crisis que vivimos, a los gobiernos que ocupan el Estado y los medios de comunicación del pensamiento único, así como los otros que tienen algo de espíritu crítico, les preocupa más qué hacer por recuperar la economía y volver al crecimiento, aparente madre de todas las soluciones. El apoyo gubernamental de sesenta mil millones de soles a las empresas, comparado con el de diez mil millones ofrecidos en bonos “a los pobres”, es una prueba sencilla y contundente de sus preferencias. El resultado de esta política que somete el bien común a los intereses de las grandes empresas multinacionales y nacionales, es el tercer pico visible en el gráfico, con un dato sencillo adicional: por lo menos el 80 por ciento de las víctimas de la pandemia corresponde a los sectores populares urbanos y a los migrantes andinos y también selváticos, así como a los miembros de los pueblos indígenas del país.

No diré una palabra más sobre el sufrimiento peruano de haber perdido más de cincuenta o ciento veinte mil hermanas y hermanos nuestros por falta de oxígeno, de una cama UCI, porque hasta hoy los médicos no conocen los remedios contra el virus, porque no hubo un médico para atender a un paciente sin recursos, o por no poder despedirse de quienes se fueron en plena soledad, sin un beso ni un abrazo. Me referiré al sufrimiento del que no se habla, ese que tiene que ver con las emociones y los sentimientos y que no solo se encuentra entre los más o menos pobres sino también entre personas de las capas medias, tal vez de las capas medias altas y de la clase burguesa en el vértice de la pirámide social del país. Digo tal vez, porque se trata de un mundo que no conozco, que se reserva el derecho de no dejarse conocer, y porque son muy pocos los que lo intentan. Tenemos una inmensa bibliografía sobre los mundos de la pobreza y poco sobre algo llamable una cultura de la riqueza.

Quiero introducir aquí dos modos diferentes de aproximación. El primero es pensar en la dimensión personal-individual, para evitar referirnos a los pobres o a los comuneros de los pueblos indígenas desde lejos y desde arriba, como si fueran un conjunto de personas o individuos reducibles a un todo común, que en la realidad no existe. En otras palabras, se trata de hacer un esfuerzo para situarnos en sus zapatos, y tratar de entender esa dimensión de la que no se habla. El segundo, es dar cuenta de mi propio caso, para hablar y reconocer el modo como el sufrimiento me toca a mí también a pesar del privilegio de huir del virus refugiándome en casa, sin tener que salir para trabajar en algo y volver con lo mínimo para un menú.

La soledad, el miedo de irme del mundo sin terminar el libro Doscientos años de la fallida república peruana, que es el fruto de mis investigaciones en todo el Perú a lo largo de mi vida, el miedo de caer con el virus y no contar la historia, y mi pozo de dolor acumulado desde que nací, son razones personales suficientes para sentirme preocupado, tenso, ansioso y angustiado. Es grande la impotencia que siento por no poder ayudar como quisiera a mis amigos andinos y amazónicos, migrantes, que sufren. Siento esa impotencia cuando veo en la calle el rostro de una madre y su niño, anémicos ambos; en la mirada perdida de quien siente el agobio de la vida; en la partida de familiares y amigos, muchos de ellos artistas, arpistas, violinistas, cantantes, profesores universitarios y teatristas. Es también enorme mi indignación al ver a los dueños de la economía y la política peruana, que ganan muchísimo dinero con la oportunidad que la pandemia les ofrece. Recuerden, lectoras y lectores, a los dueños de clínicas privadas, de farmacias, de los grandes centros comerciales, de los empresarios mineros, y también a los vendedores del mercadito de la esquina que suben los precios como buenamente quieren y pueden. Cólera y rabia son inevitables al ver la vergüenza y basura que se acumula en el congreso con los golpistas. También siento indignación y pena por ver divididos a los segmentos de la izquierda en las elecciones, que podrían repetir en abril 2021 el grave error de 2016 de impedir que Verónika Mendoza pase a la segunda vuelta. ¿Es tan difícil aprender las lecciones que parecen tan evidentes? Como siempre, los egos cuentan más que las lecciones y la prudencia de verlas y aprenderlas.

Frente a este pozo de dolores, indignaciones y frustraciones, me queda la voluntad de seguir escribiendo, soportando mis dolores de columna por varias operaciones y sus irreversibles secuelas. En la orilla opuesta -de alegría, resistencia y esperanza- me acompañan el recuerdo permanente de Anita, de mi hermano Luis, de entrañables amigos, como Wilfredo Ilizarbe Jiménez, que partieron, y los que quedan, la comunicación diaria con mis hijas, con mi hermano Edwin y mis sobrinos, y la música.

Cada persona en el país tiene una historia y un pozo de dolores acumulados, grande o pequeño, muchas veces poco conocido y menos reconocido, por eso de la milenaria presión patriarcal (que se recrea a pesar de los golpes que le damos), de no mostrar debilidad, de no poner cara triste, de no llorar, de esconder lo de uno y simular una realidad que no vivimos y no sentimos.

Dos. Algunos dramas, visibles si nos ponemos en los zapatos de los otros que son parte de nosotros

. De los esposos, madres solteras, padres solteros al perder sus empleos y no tener recursos para alimentar a sus hijos, de no saber qué responder a los chicos cuando les dicen “tengo hambre”.

. De quienes están habituados a la pobreza cuando literalmente no tienen qué comer colocan una bandera blanca, en la parte alta de los cerros, que quiere decir simplemente: tenemos hambre.

. De los chicos en Lima y las ciudades del país, en provincias, lejos en los Andes, en la Amazonía y en los valles costeños, que no pueden ir a sus escuelas o colegios, no tienen luz, ni servicio de internet (si lo tienen, es de pésima señal) tampoco computadoras y si las tuvieran una buena parte de sus profesores no tiene la formación para enseñarles vía zoom. Varios hermanos comparten un celular sin que en casa haya alguien que los ayude con esa magia de la tecnología actual. Por falta de dinero de los padres, decenas de millares de alumnos dejan sus colegios privados, pierden el año y se ven obligados a matricularse en una escuela o colegio público; lo mismo ocurre en la universidad. Pierden su posición social de alumnos de colegio privado, se alejan de los amigos compañeros de clase, tendrán que comenzar de nuevo. Para los chicos de Educación Intercultural Bilingüe, EBI, los mismos problemas señalados se repiten y agravan por las dificultades propias de tener una lengua materna indígena, andina o amazónica, diferente a la lengua dos, el castellano, dominante y lo que eso significa al entrar en una opción on line, no presencial. No estudiar, perder el año por razones ajenas a su capacidad de trabajo, deja a los alumnos preguntas muy difíciles de contestar.

Entre tanto, desde Lima, los funcionarios del Ministerio de Educación, siguen empeñados en su ilusión de aprovechar la oportunidad creada por la pandemia para pasar a una educación virtual, parcialmente presencial. Por su incompetencia, no han llegado a sus destinos las laptops ofrecidas cuando ya debiera comenzar el segundo año escolar y se requeriría triplicar su número. Olvidan estos funcionarios de pensamiento limeño que la realidad peruana – compleja, contradictoria- y sus buenos deseos van por cuerdas separadas. Quemar etapas es jugar con fuego y correr el riesgo de quemarse.

. La frase Aquí termina Lima, presentada en el artículo 2 de esta serie sobre la pandemia (abril de 2120), mostró el regreso de dos centenares de miles de migrantes a sus comunidades y pueblos de origen. Hartos de Lima, decidieron rehacer sus vidas esperando ser bien recibidos por sus familiares y paisanos. Seguramente, unos tuvieron la suerte de ser bien recibidos y otros, no, porque fueron obligados a pasar cuarentenas, acusados de llevar el virus. No fueron oídos los reclamos de otros para ocupar las tierras familiares y optaron por ocupar tierras ajenas, calificadas por ellos como “abandonadas”, construir casas, sembrar y criar cuyes. Otros se vuelven mineros “informales” e “ilegales”. Han surgido inevitables conflictos dentro de las comunidades, sumados a los ya existentes desde la presencia de empresas mineras en los últimos 20 años. Continúa una nueva embestida capitalista para destruir las comunidades, esta vez con la complicidad de los propios comuneros. ¿Qué sabemos de los efectos de estos hechos en el mundo de las emociones y sentimientos?

. El encierro forzado por las cuarentenas ha contribuido a separar parejas, no solo por consenso sino también apelando a la violencia y hasta al feminicidio. Se sabe también, que el mismo encierro ha unido más a parejas con problemas previos. ¿Cuánto sabemos de estos conflictos y sus secuelas?

Los casos descritos pueden ser suficientes para suponer que nos encontramos frente a problemas muy serios con secuelas de frustración, de caídas y pérdida de auto estimas individuales y colectivas, de formas diversas de dolor; sensación de quedarse sin futuro, de preguntarse por qué y exigir respuestas a los dioses; sentir cólera, rencor, odio y rabia, que se almacenan y podrían explotar en algún momento; querer morirse y apelar al suicidio como última opción.

En medio de la pandemia y sus múltiples dolores, ha ido creciendo el rechazo tan grande a la política, que se expresa en las cifras de las últimas encuestas: a diez días de las elecciones de abril, ningún candidato alcanza un 15 % y cinco o seis de ellos y ellas disputan solo el segundo puesto. Si la tendencia se mantuviera, tiene sentido pensar en el riesgo de anulación de las lecciones, lo que sería un desastre más para la incipiente democracia, lograda en doscientos años de dictaduras militares y civiles, con una producción ininterrumpida de caudillos, desde tiempos de Bolívar y sus sucesores militares, hasta ahora. Todo en nombre de la república y la democracia, como pretexto.

¿Quiénes se ocupan de estos dolores escondidos dentro del rubro “enfermedades” mentales, infelizmente asociadas a formas diversas de locura? ¿Conocen los funcionarios del gobierno y los candidatos que compiten en las elecciones para remplazarlos esta esfera del dolor?

Tres, El mundo escondido de la atención a la salud afectiva en Perú

Se sabe poco o nada sobre el número de psiquiatras, psicoanalistas, psicólogos clínicos y terapeutas diversos que trabajan en el país. No sabemos cuántos de ellas y ellos investigan la realidad de la salud mental en el Perú en el día a día. Comparativamente con otras ramas académicas, es poco lo que se publica. Es obvio que todos los sectores populares y los pueblos indígenas del país no tienen recursos para pagar las consultas privadas de estos especialistas en salud mental. Su atención depende de los hospitales públicos en consultorios externos con 10 o 15 minutos por consulta, a cargo de un exiguo personal calificado y en pequeños pabellones de internos que no cubren la demanda creciente de enfermos. La situación es mucho peor si observamos la vida cotidiana de los migrantes pobres dentro de Lima y si salimos de la capital del reino a los pueblos indígenas amazónicos en la Cordillera del cóndor, o a lo largo del río Putumayo (frontera con Colombia) o en los ríos Purús e Iñapari (fronteras con Brasil), o en las comunidades de pastores en tierras altas de nuestros Andes. Allí, las imágenes que tenemos de los consultorios privados de atención psicológica se desvanecen y los consultores externos de nuestros hospitales se desdibujan hasta casi perderse.

Desde dentro de Lima, escondido en arenales, en cerros cercanos o lejanos y a lo largo de las provincias del país, encontramos un universo de atención a la salud general y dolores de los habitantes que está en manos de unos sabios como: 1. los chamanes formados en muchos años que curan con el ayahuasca, planta sagrada de la Amazonia, para tratar principalmente problemas psíquicos; 2, los maestros costeños del Wachuma, el cactus llamado “San Pedro”. Es muy antigua su directa relación con las lagunas Salalá y Huancabamba en tierras altas de Piura, y se cree que es usada para fines religiosos y medicinales desde hace por lo menos tres mil años. El San Pedro comparte con el peyote y el “venado” de México, por la mescalina, uno de sus componentes alcaloides; 3, los altumisayuq, awkis o yachaq quechuas y yatiris aymaras que leen las hojas de coca, curan sus males físicos y aconsejan ofreciendo a sus pacientes opciones posibles para resolver sus problemas; 4, los que curan pasando un cuy y; 5, los que curan pasando un huevo; en los dos últimos casos, tanto el cuy como el huevo parecen radiografías o ecografías que detectan los males que afectan a los enfermos y que al mismo tiempo los extraen de los cuerpos de los pacientes para trasladarlos al huevo o al cuy. (Lamento no haber estudiado hasta hoy los saberes médicos de los afroperuanos, de los que se sabe poco).

Curar del susto por múltiples causas es la antigua y primera evidencia de males que en Perú poco o nada tienen que ver con la salud física, o los daños producidos en las personas por quienes los odian, o por los vientos y el propio mal de la tierra que tiene un carácter predominantemente femenino.

Este breve e incompleto listado, propio capítulo de la antropología médica, es suficiente para mostrar la enorme distancia que separa al saber psicoterapéutico occidental, de la medicina indígena. En los últimos 40 años, la utilidad del ayahuasca para curar ha sido reconocido por médicos extranjeros y peruanos, es objeto de estudio en diversas universidades; últimamente, se emplea para curar enfermos víctimas del consumo de drogas, entre otras enfermedades. La práctica intercultural para asistir a personas enfermas con médicos, enfermeras y parteras indígenas en lo que ya se conoce como el “parto vertical”, es un saludable y escaso ejemplo de una indispensable colaboración en relativa igualdad de condiciones.

Parece muy largo el camino por recorrer para producir los puentes entre los sistemas médicos que coexisten en Perú.


(Mi próximo artículo será: Vivir la libertad, placeres y dolores).