El gráfico que muestra la evolución de promedios diarios de casos confirmados de contagio del corona-virus en Perú hasta ayer, 18 de agosto, publicado por la Universidad John Hopkins de Estados Unidos, muestra una línea ascendente casi vertical suficientemente clara. Luego de una pequeña meseta en julio el rebrote es muy fuerte. Con la información disponible en Perú para ayer, el promedio móvil de contagios diarios subió a 7,828, (hace unos días había pasado los 10,000) y el número oficial de fallecidos bajó a 177; se mantiene la tendencia de aumento del número de contagios (549, 321) y de la cifra oficial de fallecidos (26,658). Se calcula que el número total de fallecidos sería de alrededor de 50,000 en espera de los “sinceramientos” por venir. Cinco meses después del aterrizaje del COVID-19 en nuestro suelo, el gobierno parece haber perdido el horizonte para detener a la pandemia porque su estrategia de una larga y total cuarentena sirvió para muy poco, y nada hace suponer que su última opción por una cuarentena dominical en agosto pueda ser tan útil como supone. El virus va por donde lo llevan y reciben, contagia, enferma y mata. Ya no sería posible un nuevo cerco epidemiológico y, tal vez, apelar a cercos por barrios dentro de los distritos de Lima sea una de las últimas opciones. Especialistas diversos en epidemiología, así como matemáticos calculistas y expertos en proyecciones estadísticas, coinciden en decir que la situación se agrava y si el ritmo de contagios sigue subiendo como hasta ahora, a fines de octubre Perú bordearía el millón de contagiados. Supongo que, por prudencia, no se atreven a adelantar una cifra probable de fallecidos. Entre tanto, el colapso hospitalario es visible y el horizonte parece sombrío.
En este artículo, examino brevemente cuatro puntos: el regreso a la cuarentena de un gobierno que parece haber perdido el horizonte, planteo y trato de responder la pregunta ¿cómo nos sentimos y vivimos las peruanas y peruanos estas tres semanas que nos separan del discurso de despedida del presidente?, la enorme distancia que existe entre el gobierno y el pueblo y, finalmente, pregunto por dónde pasa la esperanza.
Uno. Regreso a la cuarentena. Gobierno sin horizonte
Antes del discurso presidencial de 28 de julio, los ministros de Defensa y del Interior anunciaron el fin de la cuarentena. Se produjo entonces una salida masiva a las calles de millares de personas sin trabajo, sin ingresos, con hambre y angustia para salir del encierro; reaparecieron millares de ambulantes, recibidos por policías y soldados con palos y bombas lacrimógenas, porque nadie les había dado permiso para atreverse a hacer lo que hicieron: tratar de vender algo para poder comer. Volvió la histórica y limeña lucha de todos los días por subir a buses, micros y colectivos, sin mascarillas, ni prudentes distancias. Luego, los dueños de restaurantes tuvieron la posibilidad de vender comida para llevar y ofrecerla a quienes la pidan desde casa, gracias a ese ejército de veloces motociclistas, “los delivery”, que se consolidan como nuevos actores del paisaje urbano. Parecía que el pasado volvía con todos los autos, buses, camiones y micros en las calles, y con las gaviotas de regreso a sus playas lejanas, en esa especie de exilio permanente en el que viven desde que los homos sapiens van ocupando gran parte de la Costa. Por su parte, la corrupción estructural del país continuó y se multiplica, hasta ahora impunemente, acompañada por ladrones de todo tamaño y calibre a las calles de Lima y por los violadores y asaltantes de mujeres. Luego del largo encierro, miles de familias pudieron reunirse y celebrar; algunos hasta con fuegos artificiales. Los contagios reaparecieron sin medida ni clemencia; los hospitales y clínicas están llenos; el temido colapso del sistema de salud parece haber llegado ya. Por esa vía, el número de fallecidos se multiplica y nadie tiene en este momento la menor idea de cuándo se detendrá. El gobierno se vio obligado a tocar la misma puerta por segunda vez: una cuarentena total de los domingos en Lima y una cuarentena total en varias de las regiones y provincias del Centro y del Sur. El nuevo golpe es durísimo para millares de personas que trataron de reabrir sus restaurantes, sus empresas de transporte y de turismo.
La caída del primer ministro Pedro Cateriano en medio de la pandemia en su punto más alto, trajo una renovación en el gobierno con una novedad suficientemente visible desde el comienzo: las fuerzas armadas asumen una responsabilidad mayor de cogobierno. Son generales retirados del ejército quienes ocupan los puestos de primer ministro y de ministro de defensa y un general de la aviación quien asume la cartera del interior. Me parece que estos cambios son más importantes de lo que podría suponerse porque se produjeron como una respuesta del Ejecutivo al Congreso que censuró al gabinete Cateriano. Es verdad que se trata de generales en retiro, pero ellos asumen el control político del país en tiempos de pandemia probablemente hasta julio del 2021, cuando el presidente Vizcarra termine su mandato. Los analistas políticos, tertulianos del pensamiento único del capítulo económico de la Constitución, prestaron más atención al acercamiento entre el ejecutivo y el congreso para “limar sus asperezas”, y no dijeron palabra alguna sobre este mayor peso militar en el gabinete. Es cierto que el presidente Vizcarra no tiene un grupo parlamentario elegido para apoyarlo, pero con el olfato político que posee para defenderse, envió un breve mensaje a la mayoría del congreso: “cuidado, me apoyan los militares, veamos si son capaces de censurar a los ministros de educación y economía”. Los congresistas cambiaron sus votos en 3 o 4 días, aprobaron con 115 de 130 votos al nuevo primer ministro general Walter Martos, interpelaron al ministro de educación y nadie presento un voto de censura contra él, luego de haber anunciado que lo censurarían por haber apoyado el cierre de numerosas universidades privadas, de esas universidad-chacra privada algunos de cuyos dueños son congresistas. Lo mismo podría ocurrir con la ministra de economía; le harán muchas preguntas, lo más probable es que no será censurada. Seguimos con la tragedia peruana de elegir a un congreso que es cada vez peor que los anteriores.
Los militares representan la opción de la mano dura, que cerca de cinco siglos después, sigue siendo una eficaz receta para eso de vigilar y castigar. Estamos ya advertidos: quienes violen el toque de queda en la cuarentena serán multados, si no pagan las multan se les declarará en estado de “muerte civil”; es decir, se les requisará el DNI y no podrán celebrar contrato alguno, ni cobrar un cheque, por ejemplo.
La nueva cuarentena es considerada por los especialistas en epidemias y pandemias como un nuevo error del gobierno. En cinco meses, el gobierno no hizo prácticamente nada por reforzar la atención médica preventiva en postas y servicios de salud y centró toda su atención en la respuesta únicamente hospitalaria: más camas, más unidades de cuidados intensivos, más respiradores mecánicos. Ahora, podríamos haber llegado a la estación del colapso. No hay en Lima y en otras ciudades camas disponibles, ni ucis, ni respiradores; alrededor de un tercio del personal médico y para médico que es retirado de los servicios por el contagio, por su muerte y por su vulnerabilidad después de 65 años de edad, no es reemplazado por falta de profesionales de recambio. La falta de oxígeno sigue siendo una causal muy importante de muerte. El sistema de salud no da para más, nos toca sufrir las consecuencias de la brutal política neoliberal de querer reducir el estado a su más mínima expresión y dejar a la salud pública con uno de los presupuestos más bajos del continente.
Se le reprocha al gobierno no ofrecer la información suficiente sobre cada uno de los componentes importantes de la pandemia. Desde hace un par de meses, la prensa extranjera comenzó a informar más sobre la diferencia entre el número oficial de fallecidos por el COVID-19 y el número total de fallecidos en el país, por ese virus y por otras enfermedades. La respuesta oficial inicial fue su silencio sepulcral. Ni el presidente, ni ninguno de sus funcionarios tuvieron el coraje de tomar el toro por las pastas y explicar por qué las cifras no son las mismas. Hasta que el gobierno no pudo más, aceptó la creciente diferencia y prometió “sincerar” las cifras. Si se acepta sincerar las cifras, quiere decir que reconoce haberlas ocultado. Es una especie de tardía confesión para detener la avalancha de críticas. Por ese camino, la operación de sincerar las cifras continuará. En dos oportunidades que registran ese sinceramiento, el número de fallecidos subió en alrededor de siete mil.
Dos. ¿Cómo nos sentimos y vivimos las peruanas y peruanos estas tres semanas que nos separan del discurso de despedida del presidente?
La respuesta depende de qué peruanos somos porque son muchos los Perúes y las Limas, tanto en economía como en culturas y lenguas, por ejemplo; del mismo modo que son muchos y diversos los problemas importantes del país. Para intentar responder a la pregunta estoy obligado a seguir un camino distinto al clásico que sobre los problemas del país se tiene en la clase política y también en parte del mundo académico. No me referiré principalmente al tercio superior de los ingresos en el país, sino a los problemas de los dos tercios de abajo. Con la pandemia, una parte de la clase media descendió a la llamada clase baja; en otras palabras, aumentó el número de pobres en una proporción seguramente considerable. Con su orfandad teórica, los expertos en pobreza que sitúan a las clases sociales como estamentos estadísticos de ingresos que se miden en soles, han quedado en silencio. Su sueño de ver al Perú como parte de la OCDE quedó postergado, quien sabe para cuántos años más.
Por lo menos el 60% de la población peruana vive desde el 15 de marzo último dos problemas graves, que en orden de aparición son la pérdida de sus empleos en mil oficios del día a día, la pérdida de sus salarios y puestos de trabajo en pequeñas y medianas empresas y luego, el grave peligro de infectarse con el virus y morir por falta de oxígeno y atención médica. Desde el principio, el gobierno trató de contener el virus y decretó la cuarentena, la emergencia nacional y el toque de queda con los que obligó a quedarse en casa a quienes no tenían trabajo ni viviendas donde vivir mínimamente protegidos. Los funcionarios no previeron las consecuencias dramáticas de esa cuarentena entre los pobres de todas las ciudades y del campo y solo dos meses después acordaron ofrecer varios tipos de bonos de 760 soles previstos como ayuda para un mes. Antes, acordó una ayuda de 60,000 millones para las empresas. Cerca de 700 mil familias, de las primeras 6’200 mil no han cobrado aun el primer bono y el gobierno acaba de prometer un nuevo bono de 760.00 para un total de 8’200,000 familias que serían entregados entre los meses de agosto y octubre. ¿Virus o hambre? La propuesta del gobierno condujo al hambre para controlar el virus y los pobres prefirieron huir del hambre antes que aceptar resignadamente quedarse en casa. Repito algo que ya dije en uno de mis artículos anteriores: ¿Para qué sirven 7 o 5 soles por cada familia por día en cuatro o cinco meses de cuarentena?
Sentimos un enorme dolor por perder a decenas de millares de hermanas y hermanos en Perú, por quedarnos sin empleo ni ingresos. Nos angustian los encierros, el temor de ser contagiados, saber que podríamos no tener la suerte de ser recibidos en los hospitales, saber poco o nada del virus, no tener una luz en el horizonte.
Tres. Enorme distancia entre el gobierno y el pueblo. Representación ficticia e indiferencia
Hay entre el gobierno (los gobiernos) y la sociedad peruana una distancia extraordinaria. El pueblo elige, el presidente elegido gobierna, los congresistas se representan a ellos y ellas mismas. No existe instancia alguna para que el pueblo les exija cuentas. Cada 28 de julio el presidente informa a los representantes del pueblo, no al pueblo mismo, sus cifras sobre obras, promesas de futuros gastos y, sobre todo, el apoyo que ofrece a las empresas que son “el motor de la economía”. El pueblo no tiene derecho a exigir nada, para eso están sus representantes. Esta es la ficción de la democracia peruana reducida a elegir, elegir, elegir y nada más. Queda un consuelo conmovedor que es también solo electoral: “elector, consumidor-usuario, no vuelvas a elegir a malos gobernantes y pésimos congresistas, luego vendrán otros, iguales o peores, tal vez mejores”. Luego, se cierra el círculo para volverse a repetirse. Habrán notado ustedes, lectoras y lectores, que al hablar de los votantes no los llamé ciudadanos. El ideal de la ciudadanía brotó del gran movimiento filosófico llamado La Ilustración y de la revolución francesa como una necesidad para que la República en países como Inglaterra y Francia, principalmente, creasen un nuevo modo de vida política dejando en el pasado el antiguo régimen de señores feudales, reyes y príncipes, con sus esclavos y siervos. Luego de cortarles las cabezas a muchos de ellos con una guillotina, comenzó a construirse esa ciudadanía que es una de las grandes virtudes de los países europeos.
Somos muy pocos los ciudadanos en Perú, capaces de defender los derechos y deberes de todas las culturas y pueblos, de todos los nacidos en nuestro suelo-patria, de todos los colores biológicos y políticos. Nuestra república en 199 años no produjo ciudadanos y a los pocos ciudadanos que brotamos y existimos por cuenta propia nos hace falta una república. Después de 199 años, la promesa de la república, saludada por el historiador Basadre sigue siendo incumplida. Está fresca la disposición gubernamental de cerrar el tablero del centro de Lima para que nadie del pueblo se atreva a entrar. Soldados y policías inundan las calles. La fiesta del 28 de julio es solo oficial, religiosa –únicamente católica–, de 130 congresistas que viven la ilusión de representar al pueblo, y claro, militar, aunque este año no pudieron lucirse en su parada del 29 de julio, por eso de la pandemia.
Hubiera sido extraordinario que el presidente se dirija al pueblo a través de sus segmentos, comenzando por los pueblos quechua, aymara, amazónico, afrodescendiente, y por los descendientes de los pueblos costeños moche, chimú, Tallán; que a renglón seguido, se dirija a los migrantes de esos pueblos en las ciudades reunidos en asociaciones y en organizaciones urbanas de vecinos en lo que se llama aun pueblos jóvenes, a los obreros, maestros, artistas de la música, del canto, del teatro, de la danza de tijeras y todas las danzas, comerciantes, costureras, profesionales diversos, cocineras y cocineros, madres solteras, carretilleros de comidas, cebiches, anticuchos y dulces; de los taxistas y choferes de buses y microbuses; de los pintores mal llamados de brocha gorda, albañiles y peones, gasfiteros, llaveros, jardineros, guachimanes, peluqueros y peluqueras, de los hermanos venezolanos y una lista mayor de mil oficios. Todas ellas y ellos son personas, sin ellos la categoría pueblo carecería de sentido. No son solo cifras de votantes o de cuadros estadísticos sobre la pobreza.
Esperábamos que el presidente de la República en su discurso de despedida, abordara el problema de la pandemia y ofreciese por lo menos las líneas gruesas de su propuesta frente a ella. Pidió un minuto de silencio por todos los fallecidos, gesto correcto y saludado, pero no dijo una palabra más sobre el dolor y el miedo en el país, ni les pidió perdón por no tomarlos en cuenta, por olvidarlos, por dejarlos sin trabajo y sin qué comer, por acordarse tarde de ellos y ellas con unos bonos de 760. Hasta cuándo tendremos que soportar a los políticos deshumanizados por la ceguera afectiva en sus vidas, formación profesional, machismo y otras razones más. Hasta hoy solo nos ofrecen una imagen lamentable de la política.
En su discurso, el presidente Martin Vizcarra se mostró plenamente como ingeniero, prefirió hablar de los proyectos para construir hospitales, carreteras, metros, viviendas, anunciando grandes cifras para financiarlos con miles y miles de millones de soles que suman algo más de 120 mil millones de soles. Al oírlo atentamente, pensaba yo en la suerte de este ingeniero constructor para llegar a ser presidente de la república y disponer de un tesoro público rico en reservas disponibles para estos nuevos grandes gastos, cuyo anticipo fue la Villa olímpica en Villa el Salvador para los juegos panamericanos. Con todo ese fondo de dinero disponible los últimos 5 presidentes podrían haber invertido en obras para los sectores de salud y educación, pero prefirieron gastar poco, invertir menos y guardar las reservas ganando intereses, sin riesgo alguno.
Un modo clásico de hacer política en Perú es identificarla con obras y el deseo de los jefes que esperan perennizar sus egos con nombres y rostros en las placas a las que solo faltaría agregar su ADN y sus huellas digitales. Su propuesta comunicativa se limita a leer un larguísimo e insoportable discurso cada 28 de julio, cargado de cifras y promesas, a las conferencias de prensa debidamente preparadas y amarradas con preguntas enviadas con anticipación y escogidas, a declaraciones de prensa al paso, antes o después de un viaje, y a entrevistas concedidas a periodistas, sobre todo aquéllos del pensamiento único. En ningún caso el pueblo es interlocutor del presidente. Él se dirige exclusivamente a los representantes del pueblo y a los periodistas. Esta opción, políticamente consciente, impide que el presidente pueda responder a lo que el pueblo siente o quiere. El pueblo lo sabe muy bien y no tiene el hábito de oír al presidente, porque se aburre, no entiende los códigos de esa comunicación y es muy poco lo que podría aprender. Congresistas y periodistas deberían ser los intermediarios entre el mundo político y el pueblo; pero esa intermediación sirve para muy poco porque los congresistas tienen una lectura política interesada de la realidad en función de sus intereses individuales, de grupo y de clase, marcadas profundamente por lo que tienen que hacer o no para tratar de ser reelegidos. Por su lado, los periodistas tratan igualmente de llevar aguas diversas a sus molinos. De ambas fuentes, las noticias y los comentarios terminan en una especie de lo que popularmente se llama “teléfono malogrado”, en el preciso sentido de deformar los hechos e ideas para que sean entendidos en función de los intereses de los grupos políticos en juego. De lo dicho hasta aquí sobre esta estrategia comunicativa desde el poder, es inevitable una pregunta: ¿cuál es el lugar atribuido a la democracia en este aparente diálogo entre el presidente y el pueblo? Ninguno. La democracia no cuenta, porque en la república peruana solo sirve para elegir representantes y para nada más.
Cuatro. ¿Por dónde pasa la esperanza?
No sabemos. Queda el consuelo de repetir una frase de buena fe y buena voluntad: lo único que no podemos perder es la esperanza. La ilusión mayor pasa por sobrevivir hasta que llegue la vacuna milagrosa y salvadora. Británicos, chinos, rusos y norteamericanos, tienen en preparación las suyas. Tal vez en enero esté disponible una de ellas. No sabemos cuánto costarán, cuándo podrán llegar a cada país, y si será posible que nadie quede sin su vacuna.
Si la batalla por derrotar al coronavirus parece perdida en Perú, queda otro consuelo: que lleguemos a la fase del “rebaño”, metáfora que describe la posibilidad de llegar a un punto en el que aproximadamente el 70% de la población del país haya sido contagiado y a partir de ahí comience el tan esperado descenso de la curva- flecha que desde julio apunta en línea vertical al apu Huascarán, el nevado más alto de Perú. En otras palabras, que el virus detenga su marcha solo, se agote, no dé más. Si así fuera, el costo sería altísimo, tanto en cifras de fallecidos como de enfermos sobrevivientes con graves secuelas, y de una catástrofe nunca antes vista en la economía peruana. Según el Instituto Nacional de Estadística e Informática, INEI, hasta hoy, 6’700,000 personas habrían perdido sus empleos –alrededor de un tercio de nuestra población económicamente activa–, y la mitad de la población habría perdido el 50% de sus ingresos.
Tal vez sea posible aún recurrir a cercos localizados del virus en los barrios más infectados siempre y cuando las pruebas moleculares desplacen a las llamadas pruebas rápidas. Ojalá sea posible que el equipo de la Universidad Cayetano Heredia consiga los fondos que necesita para producir una prueba molecular de bajo costo que tanta falta hace para el éxito de esos cercos localizados en sectores de mayor contagio en los barrios.
La última esperanza es cuidarnos. Que cada una y uno no bajemos la guardia, con nuestras mascarillas, caretas, la prudente distancia de uno o dos metros y el lavado constante de manos. Aprendamos a exigir que los otros tengan los mismos cuidados que nosotros, por su propio bien. No pidamos perdón ni disculpas por ejercer este derecho. En la prehistoria de la democracia peruana sigue vigente el hábito de no criticar, y de quedarse en silencio frente al abuso que ocurre en nuestras narices.
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