“… enemigos tengo y de sobra, y ex amigos tengo más. Lo terrible de nuestra patria es que un político que no tiene poder, tiene enemigos ruidosos y amigos silenciosos”, Alan García en su última entrevista, con Carlos Villarreal, de RPP, el 16 de abril. 


Desde que comenzó el escándalo internacional producido por la empresa brasileña Odebrech y su extraordinaria organización para coimear a presidentes, funcionarios y técnicos en varios países con el propósito de ganar mucho más dinero, vivimos en Perú el inicio de un período de esperanza para que, por primera vez en nuestra historia, ex presidentes y altos funcionarios sean enjuiciados y juzgados. Un pequeño núcleo de fiscales y jueces asumió el enorme desafío de acusar y comenzar a juzgar, con seriedad y honradez. La trasmisión del proceso seguido a Keiko Fujimori, nos trajo un aire fresco que no conocíamos, una especie de primero contacto con la dignidad del país que tanta falta nos hacía.

La deseada conversión del suicida Alan García en una especie de víctima y mártir de la democracia, de la justicia y de su partido, trae el peligro de devolvernos al pasado y quitarnos ese trozo de dignidad que ya sentimos. Poco faltó para que alguien gritase ¡viva la corrupción!, porque en nombre del dolor que la muerte supone, la clase política que encarna la corrupción del país querrá que los juicios se detengan, que se procese y castigue a los fiscales y jueces y que volvamos al paraíso de la corrupción judicial de los casi 200 años de república que tenemos.

La concepción cristiana de la muerte, por eso de la culpa-pecado, perdón-castigo-cielo-infierno, la convierte en fuente de perdón y olvido. Al lado del dolor real que la muerte produce, aún más si se trata de un suicidio, estamos tentados en el país de santificar a los muertos, de no verlos más como seres humanos que fueron.

En el párrafo que sirve de epígrafe a este breve artículo, Alan García confesó su soledad. Cuando la Embajada uruguaya le negó el asilo que buscaba, esa soledad política apareció de modo transparente. Ya no tenía el enorme poder de otro tiempo. Los apristas no salieron a la calles a defenderlo, como si le dijesen “defiéndete solo”, salvo sus tres heraldos en el Congreso. Poco a poco, fue cerrándose el cerco Odebrecht contra él. No recuerdo que alguna corte de justicia haya declarado inocente a Alan García; su poder era suficiente para que sus casos se archiven, sobre todo por errores procesales o plazos vencidos. Ante las últimas evidencias llegadas de Brasil y ya admitidas por su exsecretario personal Sr. Nava, siguió sosteniendo su “absoluta inocencia”. Si hubiera estado convencido de su inocencia, habría podido afrontar el proceso judicial, porque como él dijo tantas veces “el que no la teme no la debe”. Cuando el equipo fiscal y policial tocó a su puerta, prefirió usar el revolver que la Marina de Guerra del país le había regalado. Debemos suponer que en medio de la grave crisis emocional en la que los suicidios suelen producirse, Alan García pensó en el sentido de su vida. En su última entrevista, apeló al juicio de la historia, como Fidel al enfrentar a los jueces luego de su levantamiento guerrillero en Cuba, y se habría sentido reconfortado por el “pequeñito lugar” que ya tenía ganado en la historia del país.

Su suicidio ha sido su último acto político, un gesto que lo liberó del enorme dolor y vergüenza de verse obligado a admitir haber recibido los millones de Odebrecht, un gesto que sería visto por su partido como un nuevo capítulo de su histórico “martirologio”. Alan García fue un gran animal político, dotado de gran astucia para detectar los gustos latentes en eso que la prensa llama “la gente”. Le habría gustado, sin duda, ser despedido como un mártir y no como un suicida.

El suicido produjo en pocas horas la propuesta de procesar a los fiscales y jueces, para tratar de descalificarlos y a ver si por esa vía se archivan los procesos pendientes del caso Odebrecht. Ninguno de ellos es culpable de la decisión de Alan García, tampoco Gustavo Gorriti. Este es el momento para defenderlos y asegurar que los procesos judiciales continúen. Estamos cerca de saber si los señores Nava y Atala cuentan la verdad o se convierten en los nuevos Mantilla, aquel secretario privado del primer gobierno de Alan García, luego ministro del interior, quien “se sacrificó”, yendo a la cárcel sin decir jamás de dónde llegaron algunos millones de dólares a las cuentas del partido, y fue considerado como un “militante ejemplar” porque hasta aceptó su expulsión formal.

El partido aprista tendrá una nueva prueba de fuego. Si continúa por el camino afectivo de convertir a Alan García en mártir, este argumento de oportunidad le servirá muy poco. ¿Serán sus dirigentes, públicos y no públicos, capaces de preguntarse qué hacer para no producir un “jefe” suicida?