(Crónica 3, abril 7, 2019) 

Escribo hoy domingo 7 de abril. Redoblaron ayer, las campanas del episcopado -el conjunto de Obispos que gobierna a la iglesia católica peruana- anunciando lo que habría sido el acuerdo entre los dos interlocutores: de un lado, Gregorio Rojas, presidente de la comunidad de Fuerabamba, y representantes de otras comunidades del distrito de Chalhuahuacho y, del otro, un representante de MGM, el consorcio chino dueño de la mina Las Bambas, y el primer ministro Del Solar y tres de sus ministros. Mediaron como “facilitadores”, la iglesia y el Defensor del Pueblo. El Comercio y La República titularon en su primera página de hoy: “Una salida para las Bambas” y “Gobierno, minera y comuneros firmaron acuerdo”. El diario Perú 21 tuvo la prudencia de señalar que se trata de un “Acuerdo a medias, sigue el bloqueo de carreteras en las Bambas”. La alegría de los periodistas de RPP no podía ser mayor, anunciando cada media hora la “buena nueva” del acuerdo de paz.

Cuidado con los entusiasmos antes de tiempo. Conviene tomar en cuenta que las campanas del Episcopado se escuchan en Jesús María, parte de Lima y en algunos puntos del país, que algunos de sus ecos llegarán a las tierras altas de Apurímac y Cusco, y que el acuerdo fue tomado en Lima, mientras los comuneros de Fuerabamba, del distrito de Challhuahuacho y otros distritos de la provincia de Cotabambas, siguen bloqueando la entrada a la mina Las Bambas y la carretera en Yavi Yavi. El propio Gregorio Rojas insiste en pedir la libertad de sus abogados los hermanos Chávez, y se sabe con seguridad que hay un acuerdo aparentemente muy grande en la zona de conflicto para que el presidente de la república vaya a Fuerabamba a la reunión prevista para el próximo viernes 11. Por su parte, el gobierno mantiene la suspensión de garantías en la zona de conflicto y pensará cien veces si conviene o no que Martin Vizcarra vaya a negociar allí donde los comuneros son fuertes y el gobierno débil.

Se trata, en consecuencia, de un acuerdo parcial de buenas intenciones en la pacífica y tranquila sede del Episcopado de Lima. Los cuatro días próximos serán seguramente muy calientes y tensos porque la atención se desplaza a Las Bambas donde están en juego la unidad de la comunidad de Fuerabamba y la entrada en acción de nuevas comunidades exigiendo sus derechos más allá del trato de privilegio por parte de la empresa china y el Estado a la comunidad de Fuerabamba. Será muy dura la tarea de los operadores del gobierno, en particular de su “servicio de inteligencia”, para romper la unidad comunal porque aquel Gregorio Rojas, supuesto miembro de una “banda para delinquir”, salió de la cárcel, fortalecido, y sigue siendo el interlocutor principal. Estemos atentos a la novedad de ayer: un señor Paredes, nuevo asesor de Rojas, sería según los policías un operador del Movadef. Por ahí podrían estar preparando un nuevo ataque para sacarlo del escenario.

En espera de las decisiones que se tomen en la zona de conflicto para respaldar o no el preacuerdo de Lima, volvamos los ojos sobre las tierras altas del Cusco y Apurímac, el lejano escenario de un nuevo conflicto entre la empresa minera, su aliado el Estado, y los pueblos, culturas y naciones andinas.

En las tierras altas, por encima de los 3,500 metros sobre el nivel del mar, viven desde tiempos preíncas las comunidades de pueblos pastores de alpacas, llamas, ovejas y caballos, en directo contacto con las comunidades agropecuarias de las tierras bajas. Un wayno de la provincia de Parinacochas cuenta: “Por esas alturas, solo el cóndor vuela/ y las vicuñas corren;/ en esas alturas, el hombre va divisando/ su eterna amargura”. Allí la luz del sol quema tanto como el frío; el frío hace llorar y mata; las familias informan de sus hijos muertos y los que siguen vivos. Son productores de lana y múltiples tejidos, de cerámica diversa. Llevan a los mercados cercanos y lejanos, incluyendo Lima por supuesto, lanas, prendas de vestir y variedades de charquis, esa carne deshidratada desde tiempos preincas, indispensable en el “olluquito con charqui”, plato andino que es parte de la comida criolla y limeña. (Sabemos que el mejor es el de alpaca).

Hombres y mujeres comparten el espacio y el paisaje con alpacas, llamas, vicuñas, viscachas, patos, perdices, pumas, zorros, animales que por ser libres pertenecen a los Apus, los padres nevados; mientras las vacas, ovejas, caballos, gallinas y perros, por haber sido domesticados pertenecen a los runas-humanos.

Pastar el ganado en esas alturas, donde la temperatura en invierno baja a menos 10 grados es seguramente uno de los oficios más duros. Un hombre pastor tiene una esposa, una familia pequeña y otra más grande, un caballo, un poncho rojo, una mandolina o un charango como si estuvieran atados a su cuerpo. Me detengo en este punto para recomendar a quienes leen estas crónicas que busquen un libro precioso: Ñuqanchik runakuna-Nosotros los humanos, edición bilingüe (Centro de Estudios Regionales Andinos Bartolomé de Las Casas, Cusco, 1992), de los antropólogos cusqueños Carmen Escalante y Ricardo Valderrama, una excepcional pareja de etnógrafos que entre 1971 y 1976, fueron maestros primarios en escuelas unidocentes en comunidades de las comunidades de Apumarka, Awkimarca, muy cerca de Challhuahuacho y Fuerabamba, todas pertenecientes a la provincia de Cotabambas cuya capital es Tambobamba.

El libro presenta la vida cotidiana de dos criadores de ganado, ambos abigeos, hace 50 años, sus familias nucleares y extendidas, en sus comunidades en permanente conflicto y al mismo tiempo solidaridad con los mistis de Tambobamba, capital de la provincia, así como de Chuquibambilla, capital de la provincia de Grau. Los lazos de solidaridad comunal son fuertes tanto como el conflicto entre individuos y familias por el cotidiano robo de ganado. Cuando esos conflictos no se resolvían entre ellos y ellas, era inevitable apelar a la protección de los terratenientes mistis quienes en las capitales de provincias tenían el poder suficiente para que los guardias civiles, fiscales y jueces apresen, encarcelen y liberen a inocentes y culpables a cambio de uno o más caballos u ovejas. Esta ha sido una de las formas de violencia estructural que forma parte del pasado y también, parcialmente del presente. Fiscales, jueces, policías, terratenientes-mistis, unos pocos abogados y muchos tinterillos, encarnaban el Estado. Los quechuas no fueron representados ni servidos por el Estado. El discurso democrático del país oficial estaba muy lejos, y cuando aparece ahora en el horizonte, es tan frágil que no tiene consistencia alguna.

La música, el canto, las danzas, los mitos y leyendas son responsables de la alegría de esos pueblos, particularmente el carnaval como aquel que conmovió y cautivó a José María Arguedas: “cuentan que el río de Tambobamba/ se ha llevado a un tambobambino charanguero/ solo flotan en el agua, su poncho, su birrete, su charango…”. Una historia tan triste como esa fue contada y cantada con el ritmo rápido de un carnaval y no con otro triste como el de un harawi-yaraví, del mismo modo que se baila un tango de versos igualmente tristes.

Hay ahora carreteras, escuelas y colegios, mercados; luz eléctrica, llega la radio todos los días, también parte de la TV pública. Con los celulares se ha producido un aluvión de cambios, lo mismo que con la oferta de la empresa minera de cambiar por algo de dinero la tierra de la antigua comunidad y las tierras de pastos por otras. Empresarios chinos y agentes del Estado, en nombre del crecimiento que el Perú necesitaría, disponen de sus bienes y vidas. Si los considerasen como ciudadanos plenos no lo harían; si fueran ellos los obligados a dejar sus tierras y mudarse con todo a otros lugares, apelarían a todos sus derechos para impedirlo.

El paisaje sigue siendo el mismo de siempre, hermoso y tremendamente duro.